Minuto de silencio

La multitud bullía rodeando el edificio. La luz del mediodía caía perpendicular sobre la masa protestante. La mayoría coreaba a la voz femenina que les llegaba desde un megáfono, mientras otras mujeres y algunos hombres dispersos entre la gente sostenían en alto letreros y cartones improvisados con mensajes de crítica y repulsión. Frente a la puerta de acceso principal al edificio los cámaras de televisión que transmitían en directo enfocaban la pancarta en la que se leía en grandes letras color púrpura «Violento, cobarde. ¡Tú no eres padre!». Esa mañana había de conocerse la condena. 

Se abrió la puerta. Las mujeres que sostenían la pancarta se movieron primero, haciendo reaccionar a la turbamientras los reporteros indicaban a los cámaras que desplazaran sus objetivos hacia el rectángulo por donde comenzaban a salir los asistentes al juicio. El rumor del gentío se convirtió en agitación cuando vieron salir a la mujer junto al abogado. A medida que se iban acercando, despacio, hacia la multitud, se apreciaban los pasos cortos, lentos y el rostro de la mujer con el color de días limitados de alimentoEn sus lentes oscuras sereflejaban los logotipos cúbicos de los micrófonos, las grabadoras y las cámaras fotográficas de la prensa. Rodeada, las preguntas le asaltaron sin permiso: ¿le parecía una condena justa? ¿Cómo había visto al acusado?Click-flash. ¿Recurrirían? Click-flash. ¿Cómo se siente al haber acabado este trámite? Click-flash. Click-flash.Click-flashEnvuelta entre el alboroto que esperaba arrancarle una declaración, sintió la presión asfixiante. Fue en ese preciso instante, de pie frente al evento mediático, cuando la mujer recordó el instante más oscuro.

La claridad solar había declinado en las tardes propias de invierno, con horizontes de arrebol de intensos rosados y naranjas que a través de la ventana iluminaban la pequeña habitación donde la mujer doblaba la ropilla que más tarde guardó en la cómoda. Después sacó de una gaveta superior el chándal del colegioLos maestros decían de la niña que, para su edad, era bien despierta, atenta y buena estudiante, y viéndola jugar en las plazas y los parques se comprendía que era una niña feliz. A partir de cierto momento los iris claros de la mujer necesitaron encender la luz eléctrica. Fue entonces cuando advirtió que se habían pasado la hora. Otra vez, se dijo. Otra vez. 

Como cada fin de semana que la niña pasaba junto a su padre, la mujer se había dedicado al hogar, al ocio, a leer y a sí misma. El domingo, al atardecer, empezó con la mochilita. Miró el horario en el tablón de corcho, abrió la mochila, cogió las libretas y las metió dentro en el instante en que sonó el teléfono móvil metido en el pantalónEra el tono de mensaje. Otra vez las mismas disculpas, pensó la mujer. El tráfico, la niña que quería una chuche o parar para sacarse el último selfie con papá. Cerró las cremalleras a la mochila, sacó el teléfono del bolsillo, leyó el mensaje, y aquello le cortó el pensamiento. En un mismo punto de la mente chocaron todas las posibilidades: las creíbles y las remotas, pero ninguna justificaba el contenido de aquella línea afilada. Volvió a leerlaNada.

Sostenida en pie por un estado primario de alerta, la mujer miraba en torno. Fuera, el cielo había cubierto los colores con su manto oscuro de parca, y la habitación se reducía hasta un cubo minúsculo que le presionaba las sienes y el pecho. La impresión física en ella se mezclaba con los primeros sudores fríos en su cabeza, y en losoídos experimentaba los latidos de su corazón acelerado. La angustia activó en ella un reflejo tan viejo como el mundoel único vínculo primitivo indestructible que mueve a la protección y la supervivencia: el amor materno. Logró presionar el icono de llamada telefónica, luego anduvo por la habitación sosteniendo el aparato pegado al oído, esperando escuchar el primer tono de llamada, pero sólo hubo silencio hasta que la voz comunicó que el teléfono al que llamaba estaba apagado. El sufrimiento físico aumentaba a una escala aún desconocida para ella. Había sufrido otros episodios violentos, antes: el insulto en público, la vergüenza en el trabajo, la bofetada doméstica, y siempre logró esconder los signos de cuanto ocurría. Pero ahora, en la habitación a solas, un nuevo miedo se le presentaba con la apariencia de un agresor anónimo. Movida pormecanismos internos miró por la ventana la calle huérfana. La abrió para ver más lejos. Los faros de un automóvil que pasaba iluminaron las aceras ausentes. Un perro ladró a lo lejos. 

Se apresuró a volver dentro. Nada en la habitación parecía fuera de lugar. Mientras buscaba algún indicio que hubiera podido pasar por alto recordó la tarde del viernes, cuando dejó a la niña en el asiento trasero del automóvil negro. Se concentró en las frases que había dicho su padre, algún comentario que lo explicase todo.O parte. Llamó de nuevo, sin éxito. Y volvió a hacer memoria. Todos sus esfuerzos por razonar chocaban contra lo inexplicable de aquel mensaje corto: «Ya no la esperes», volvió a leer. Cuando la mujer se debatía entre salir o esperarles ya era noche cerrada. La primera idea había sido ir a casa del hombre, donde probablemente no les encontraría. Además, estaba la posibilidad de que regresasen en el momento en que ella se encontrara fuera, lo que sólo empeoraría la situación. Sus pensamientos debatían si emprender una búsqueda absurda e inútil –-¿adónde ir?–-, y cuando el sereno de la madrugada acariciaba la ventana de la habitación decidió avisar a la policía.

Los agentes jamás la dejaron sola. Habían iniciado la búsqueda en lugares habituales, casa, fincas y bares frecuentesDespués buscaron en carreteras y puertos,  estaciones de tren y aeropuertoshasta que pocos días después el país despertó conmocionado con las imágenes del cuerpo sin vida. Luego todo sucedió deprisa: la huída del criminal, la detención, el relato de los hechos y el juicio de aquella mañana. Los medios ya lo habían titulado como barbarie humana, pero ella no entendía qué tenía aquello de humano. Y cuando los periodistas dejaron sus preguntas en un minuto largo de silencio, la mujer habló para agradecer a todos el cariño y se marchó.

La muerte había separado en vida dos corazones, uniéndolos en un mismo sepulcroLa desventura no sólo fue el duelo, sino el tiempo que le sobrevivió, cuando hubo que asumir la ausencia. Fue preciso haber experimentado el colmo del dolor para sentir cuán contradictoria es la vida cuando una madre sobrevive a sushijos. Desde entonces, la fue imaginando crecer hasta convertirse en una mujer respetada, amada y aplaudida. Y valiente, como lo fue ella misma que, acompañada por ese movimiento púrpura que abarrotaba las calles y plazas públicas cada 25 de noviembre, decidió salir mientras le quedara algo de aire. Y nunca abandonó. Fuenecesario haber deseado morir para apreciar, después de tiempo, lo buena que aún puede ser la vida. Y de esto se resume que todo el coraje humano se ilustra en estas dos solas palabras: ¡luchar y vivir!




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