El buen maestro



Fue, probablemente, el maestro más especial que ha pasado por mi vida. Y por lo que me trae la memoria, diría que por la de otros muchos, también. Por entonces hablo de hace más de diecisiete años– todos los maestros eran figuras respetadas, de autoridad ganada por su paciencia, por cuanto sabían y por las maneras exquisitas de demostrarlo –al contrario de ahora, con todos esos Brayans pateándoles las canillas–. Este de quien les hablo era, además de profesor correcto, un tipo con luz propia. Para hacerles una idea, si lo trasladáramos al cine, habría sido como esos maestros que interpretó Robbin Williams en El indomable Will Hunting y El club de los poetas muertos.  

En una ocasión asomé por su clase en mitad de una explicación. No recuerdo sobre qué, pero debió ser algo de una importancia tan alta que nadie se percató del muchacho que asomó por la puerta. Reconozco que era un hombre elegante: alto, delgado, moreno y peinado a cepillo hacia atrás sin gomina, con la raya disimulada en un lado. A menudo vestía camisa y el pantalón caía recto hasta los zapatos, como marcan los cánones. Vamos, lo que es un gentleman. Pero no era por eso –no sólo– que el auditorio atendía: a aquellos ojos se les abrían las puertas de contenidos que creían inaccesibles. Voilá. Y fue por esos días que tuvo un detalle conmigo: me hizo entrega de un diccionario que había dedicado con esta sutil manera: “Para cuando seas maestro”.

 

En lo extraacadémico era un hombre educado y de costumbres. En otra ocasión lo encontré andando hacia el puesto de la ONCE. Cogió sus décimos terminados en 5, como siempre, y siguió camino hacia la terraza de costumbre, pidió el mismo café solo y se marchó dando dos golpes con los nudillos en la barra –tac tac–, como siempre. En el coche arrancado, sacaba del bolsillo de la camisa una caja blanquiazul de Corona y acodaba en la ventana el brazo del cigarro con la punta roja humeante. Fumaba mucho.

 

Lo vi una vez más hace diecisiete años. Le seguí muy de cerca, con el paso cansado, acompañando el coche cubierto de coronas. No sentí temperatura del aire. Y lo que imaginé una marea humana me arrastró seguir adelante. El coche se detuvo en el pórtico de la iglesia. El maestro salió del coche a hombros, sin ánimo. Y detrás de él sólo había un horizonte de gente. Más gente. Mucha más gente. Entonces, como cuando asomé por su clase mientras todos le miraban, sentí que me habló secretamente para hacerme reflexionar; y comprendí, aún con el corazón encogido, sin que hiciera falta mayor explicación, que aquélla era la memoria y la última lección que dejó mi padre.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Minuto de silencio